La vejez es dura. Llegar a mayores es sin duda un regalo, pero es un regalo que viene que trae consigo varios inconvenientes como es el hecho de envejecer en sí mismo, y de enfrentarnos a ciertos problemas físicos y mentales que pueden condicionarnos hasta el punto de tener de llegar a depender enteramente de la ayuda de otra persona para hacer cualquier cosa.
Es lógico pensar que el que más sufre es quien vive la experiencia en sus propias carnes, pero no todo acaba aquí. Las personas que debemos cuidar de ellos día a día, darles de comer y observar cómo se deterioran sufrimos también un dolor psicológico y emocional irreparable, que nos seguirá persiguiendo incluso muchos años después de que la persona que cuidamos fallezca por causas naturales o de una enfermedad.
En este contexto, el dolor físico es horrible, pero sin duda el mental es el peor. A mí me tocó vivir la experiencia con mi abuela, ya que empezó a desarrollar demencia senil. Ver como empeora, hasta el punto en el cual ninguno de nosotros puede hacer más de lo que ya hacemos por ella, es desgarrador (sobre todo cuando conoces ya a esa persona y sabes que hace pocos años no sólo se podía mantener en pie y hacer todo ella sola, sino que además era alguien muy activo y alegre).
Los primeros años de una persona con demencia senil.
Si me preguntan cómo empieza todo esto, no sabría responder con exactitud. La demencia, es una enfermedad que afecta al cerebro sobre todo a partir de comportamientos olvidadizos y espontáneos por parte de la persona que lo sufre, pero no debemos confundirla en ningún caso con el Alzheimer, ya que sus síntomas son diferentes.
Digamos que no podemos pensar “mi madre o mi padre están olvidando cada vez con más frecuencia, seguro que es demencia” porque no es así; a parte de que las personas, como es lógico necesitan un diagnóstico médico para entender sus patologías o enfermedades, como he recalcado los síntomas no son los mismos. A pesar de que el Alzheimer es un tipo de demencia, éste es más agresivo que la propia demencia senil.
Los primeros años en los que nos planteamos que mi abuela sufriera algún tipo de trastorno que afectaba a su mente, fueron los años posteriores a la muerte de mi abuelo. Mi abuela vivió un evento traumático y pasó por una depresión, en la cual no paraba de autocompadecerse y culparse a sí misma sistemáticamente. Sin duda, los comportamientos que más nos llamaban la atención eran aquellos que siempre había desempeñado sin problemas: lavar la ropa, limpiar o hacer la comida eran las primeras cosas que empezó a hacer de forma diferente. Lavaba de forma compulsiva, fregaba el suelo a todas horas y empezaba a comer de forma peligrosa para ella misma (repitiendo comidas, comiendo muy pocas cantidades, etc.).
Lo segundo que nos llamó la atención, fueron las alucinaciones. Mi abuela empezó a asegurarnos que existía un vecino que vivía debajo suya que la llamaba “loca” a todas horas, cuando eso era imposible, no sólo por el hecho de que no existía tal vecino, sino porque no podía escucharlo desde esa altura a través de las paredes. A raíz de este pensamiento, aparecieron más “vecinos maleducados” que la maldecían y se cuestionaban todo lo que hacía, por lo que empezó a salir por la ventana a insultar a todo aquel que pasase frente a su casa.
Los vecinos nos llamaban, y nos explicaban lo que hacía nuestra abuela, además de avisarnos de que mi abuela se paseaba desnuda delante del balcón como si nada, inquietando a los demás vecinos del barrio día tras día.
Tuvimos que llevarla al médico y la diagnosticaron con demencia senil. Ella empezó a tomar una medicación, pero por desgracia, las fases de la demencia ya empezaban a hacer mella en ella, por lo que nos vimos obligados a visitarla día tras día y quedarnos a dormir con ella. En este punto, mi abuela ya empezaba a rozar límites peligrosos y no podíamos dejarla sola; se cayó dos veces limpiando y se hizo mucho daño, por lo que decidimos que mi tía viviría con ella para poder cuidarla a diario sin problemas.
El dolor tras superar las primeras fases de la demencia.
Por desgracia, los años posteriores no fueron a mejor ni siquiera con medicación. Aquellos que peor lo llevábamos éramos nosotros, ya que mi abuela repetía en bucle las mismas frases sin que pudiéramos hacer nada, además de que empezó a hacerse sus necesidades encima a todas horas.
Seguimos ayudándola como pudimos, pero la carga psicológica y emocional que sufríamos todos nosotros era cada vez más pesada. Mi tía, en especial, se sentía completamente atada a los cuidados de mi abuela al tener que vivir con ella en la misma casa, y en consecuencia sufría una intensa depresión que la mantenía en vilo día tras día. Por si fuera poco, cuidar de ella nunca fue sencillo; siempre fue una persona con mucho carácter lo cual nos desgastaba enormemente cada día que pasaba, pero lo peor es que cada vez se sentía más perdida y se asemejaba más una niña pequeña, que a una persona mayor.
En aquella época decidimos tomar medidas para adaptar la casa a sus necesidades y así evitar cualquier tipo de problema, pero se volvió tan complejo mantenerla segura que incluso salir a la calle era una completa odisea. En más de una ocasión nos planteamos seguir los consejos de CUIDARIA alquilando una silla de ruedas de forma puntual para transportarla al médico o a algún evento (dada nuestra situación económica y teniendo en cuenta que una nueva cuesta bastante dinero) y lo que sacamos como conclusión, es que los gastos económicos y el desgaste psicológico que teníamos que enfrentar estaba haciendo cada vez más mella en nosotros a niveles que podríamos calificar de extremos.
Ante esta situación, tuvimos que tomar una decisión que a ninguno nos agradó para nada: llevar a nuestra abuela a una residencia, y sin duda, podría decir que fue una de las decisiones más difíciles en la cual me he visto obligada a participar en toda mi vida.
Expectativas de la residencia y realidad.
Tanto mi experiencia, como la de mis familiares cuidando a mi abuela con demencia senil ha sido muy dura (y lo sigue siendo), pero muchas veces la decisión que peor nos parece, acaba siendo una salvación.
En mi opinión, nunca he estado de acuerdo con las residencias, ya que pienso que los padres deben descansar con sus hijos en sus momentos de mayor vulnerabilidad, para que éstos pueden devolverles todo el amor y la atención que brindaron a sus hijos durante su infancia. Sin embargo, hay ciertas ocasiones en las que las situaciones nos vienen tan grandes, que podemos estar incluso empeorando el problema en lugar de mejorarlo sin saberlo.
Cuidando a mi abuela en casa estábamos siempre enfadados (sobre todo mis tías) y como comenté, enfrentábamos con frecuencia problemas económicos y de espacio. Tampoco sabíamos exactamente cómo tratarla o atenderla, dado que no somos enfermeros ni muchísimo menos. Este tipo de problemas son los que afectaban principalmente a nuestra convivencia, ya que al estar tanto tiempo en tensión y enfadados, no nos centrábamos en darle cariño y atención a nuestra abuela, sino más bien, en reñirla constantemente.
Al tomar la decisión de llevar a nuestra abuela a la residencia hicimos una promesa: no dejarla allí abandonada. Mi primer miedo se basaba en que mis tías, mis padres y todos los familiares que componen nuestra familia se sintieran aliviados tras su decisión y la dejaran abandonada sin ir a verla, relegando el día de visita a una vez al mes o una a la semana, lo cual puede ser fatal para una persona con demencia senil.
Para mi sorpresa ¡no fue así! Yo no era la única comprometida a visitar a mi abuela; mis tías y mis padres también mostraron su más sincero interés en cuidarla. Los primeros días para mi abuela fueron duros, pero poco a poco nos dimos cuenta de que tomamos una buena decisión: mi abuela por fin estaba atendida por profesionales, no estaba sola y, además, contaba con todo nuestro cariño y atención desde una perspectiva mucho mejor que la que asomaba durante su estancia en casa.
Quizá como conclusión final, podría decir que yo no haré esto con mis padres. La residencia es un desahogo, no cabe duda, tanto para la persona que sufre demencia como para quien la cuida, pero mi forma de ser es diferente. Si mis padres estuvieran diagnosticados con demencia, me informaría y asistiría a cursos para poder tratarlos adecuadamente, y en el caso de no disponer de tiempo suficiente, reuniría todos mis esfuerzos para sacar dinero y pagar a una cuidadora, pero siempre en casa.
Sin lugar a dudas, esta decisión que hemos tomado entre todos se ha basado en fomentar un bien común, pero nunca un bien individual, pues en ese caso mi conciencia me afectaría de maneras muy diferentes. Esta ha sido mi experiencia y, espero que le sirva de referencia a aquellos que se encuentren en la misma situación.